jueves, 26 de noviembre de 2009

Orujo (capítulo II)

Se acercaba la fecha de la boda y seguíamos sin tener el orujo.Teniendo en cuenta que algunas botellas se las teníamos que mandar a mi madre, empezaba a correr prisa. En agosto tenía unos días de vacaciones así que decidí hacerme los 50 kilómetros de autopista hasta la empresa para solucionar el asunto. En agosto tenemos a Blancanieves con nosotros. La llamo así porque soy su madrastra y las madrastras somos así, malvadas. Así que ahí nos fuimos las dos, en mi forito, a comprar orujo.

La fábrica está en un polígono industrial (que lo ponía en su página web). Pregunté a la única persona que encontré y finalmente dí con ella. Aparqué lo más cerca que pude de la puerta y me acerqué a la entrada de la tienda. Abro la puerta y ...joe, qué olor a alcohol. Bueno, normal, ¿a qué quieres que huela?, ¿a chorizo?

Hay una tipa detrás del mostrador, apenas se le ve el tupé. A la derecha una estantería con botellas. Voy al fondo y le digo a la tipa quién soy.
- Ah, sí. Mira, ya tengo preparadas aquí las botellitas.
Se levanta y sale de detrás del mostrador. Yo alucino un poco de que haya encontrado unos pantalones cortos y un top de su talla en alguna tienda del mundo. Lo mismo es que se cose ella misma sus trapitos. Perdón, el top era de ganchillo, así que no sólo cose sino que además tricota.

Se acerca a una caja que hay en el suelo y me la abre. Allá, en una caja suficientemente grande como para guardar un sofá de Ikea están mis botellitas, bailando y tintineando unas con otras. No es que no le pusiesen plástico de ese de burbujitas, es que no llevaba ni hojas de periódico en los huecos. Con razón no se hacen responsables de que no se rompan. Hay que ser burros.

En fin. Queda por encontrar un formato de envase en el que me sirvan los tres tipos de bebida. Me acerco a las estanterías y empiezo a comprobar los tamaños. Me doy cuenta de que los precios no están indicados en ningún sitio.
- Oye, ¿y los precios?
- Los precios los tengo yo aquí.
Vuelve a salir de detrás del mostrador, portando un folio. Se acerca a mí con el folio. No me lo tiende para que lo vea. No.
- ¿Qué precio quieres saber?
Pues más o menos todos, claro. Lo que quiero es saber si una botella de litro me sale 3 veces más baratas que dos de medio litro. Pero veo que eso no va a funcionar, porque cuando me acerco e intento mirar el contenido del folio, ella lo protege contra su -inmenso- pecho. Me armo de paciencia, esto va a llevar tiempo.

Cojo una frasca de la estantería, miro la etiqueta y pone "40cl".
- Por ejemplo, esta frasca de 40 cl...
- Es de 50cl.
Miro la etiqueta de nuevo. Yo tengo miopía pero de cerca nunca me habían fallado los ojos.
- Pone 40.
- Es de 50.
- ¿Me estás diciendo que la etiqueta está mal?
- Te estoy diciendo que es de 50.
Juro que ni siquiera pestañeó. Blancanieves, que conoce mi temperamento tempestuoso, me agarra la mano y susurra "tranquilaaaa". Es la caña. Tiene 10 años pero le da 100 vueltas al 90% de la gente adulta.

- Bueno, vale, pues esta frasca de 50 cl, ¿qué precio tiene?
- Con el licor de alcachofa, tantos euros.
- Y con el de lechuga?
- Ah, no, con el de lechuga no hay ahora.
Había dicho ya que es la fábrica, ¿verdad?
- ¿No me lo podéis sacar de la fábrica?
- No, porque no hay etiquetas.
Vale. Ahí ya me quedé sin palabras. Yo estaba considerando la problemática de combinar distintos tipos de licores con distintos tipos de envases. No había considerado la tercera variable de la ecuación: las etiquetas. De todas formas, visto que ponían etiquetas de 40 en frascas de 50, no entendí porqué de repente la carencia de etiquetas adecuadas preocupaba a la rubia. Pero le preocupaba, le preocupaba tanto que se negó a darme los precios de las combinaciones que no podía suministrar correctamente etiquetadas.

Tuve que repasar prácticamente la totalidad del muestrario para conseguir un envase en el que me pudiesen suministrar los tres licores que yo quería. Y al final tuvo que ser la botella de medio litro. Yo ya no tenía claro ni cuánto me iban a costar, me dolía la cabeza del olor a alcohol y empezaba a temer que Blancanieves se pillase el primer pedo de su vida por intoxicación dérmica.

Cuando le dije cuántas botellas quería, se dio cuenta de que no tenía bastantes en las estanterías, pero llamó a la fábrica para que trajesen las que faltaban. Mientras llegaban, había que hacer cuentas. La factura de las botellitas que ya tenía listas estaba ya hecha. De las que cogí allá me dijo el importe total de viva voz. Le pedí por favor que me lo sumase todo.
- ¿Lo vas a pagar todo junto?
Mujer, no voy a dejar que Blancanieves pague una parte, la pobre no tiene edad para beber.

Me dice el total de los totales. Yo saco una tarjeta de débito de mi cartera y la pongo sobre el mostrador.
- Uf.
- Uf, ¿qué?
- Que no sé si te voy a poder cobrar con tarjeta, porque aquí no tengo cobertura.
En el trascurso de la negociación yo había llamado dos veces al padre de Blancanieves para comunicarle las opciones y pedirle opinión. Él había notado que mi tono al teléfono era un poco forzado y había preguntado si estaba teniendo problemas. Le había dicho "luego te lo cuento, luego te lo cuento". El caso es que cobertura había. Habría que ver si el datáfono funcionaba con una línea de teléfono fija o realmente necesitaba cobertura. Pero aunque así fuese, había cobertura.
-Pues espero que puedas, porque no llevo tanto dinero en efectivo. Y en este polígono industrial no creo que haya muchos cajeros.
- Bueno, lo voy a intentar, a ver si hay suerte.
La hubo. Menos mal.

En estas viene un tío con una caja por una puerta trasera y la pone en el suelo. En esta no cabía un sofá de Ikea, cabía un tresillo. A botellas más grandes, cajas más grandes. Lógico, ¿no? Bueno, metemos todas las botellas en la megacaja. Esto va a pesar y Blancanieves no puede ayudarme.

Empecemos por la otra caja que pesará menos. La levanto sin problemas. Bueno, sin problemas no. Las botellitas tintinean a lo loco. Estas no llegan hasta casa enteras. Ayayayay. Blancanieves me abre la puerta de la tienda. Camino a paso de caracol reumático hasta el coche. Dejo la caja en el suelo para abrir el maletero, que mi forito se abre girando la llave, es un cutre. Las botellas tocan una sinfonía. Abro el maletero, levanto la caja, la meto dentro del maletero. Cojo una toalla que siempre llevo en el maletero, una vieja costumbre de cuando tenía perro. La remeto entre las botellitas hasta que dejan de tintinear. Venga, esta ya está.

Volvemos a la tienda, cojo la caja megagrande. No tintinean, tontonean, suenan a campanadas de Nochevieja. El mismo proceso pero el maletero ya está abierto. Ya no me quedan toallas. Me quito la chaqueta, se la quito también a Blancanieves, busco en mi bolso y uso un paquete de kleenex, la funda del móvil, hojas que arranco de la agenda. Bueno, esto ya casi no suena. Pero de aquí a casa hay más de 50 kilómetros.

Milagrosamente, llegaron todas a casa. Y las botellitas pequeñas, debidamente embaladas, llegaron a Portugalete sin problemas. Y el día de la boda llevamos al hotel las grandes y tampoco se rompió ninguna. Milagrosamente.

Unos meses después, mis hermanos vinieron a visitarnos y quisieron comprar orujo. Y querían ir a conocer a la rubia, así que volvimos a visitar la fábrica. Os lo cuento otro día.

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